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Eutanasia, suicidio asistido y principio del doble efecto. Consideraciones acerca de los artículos 14 y 16 de la Ley 20.584

AutorPaulina Milos Hurtado/Hernán Corral Talciani
Páginas49-55
49
EUTANASIA, SUICIDIO ASISTIDO Y PRINCIPIO DEL DOBLE EFECTO.
CONSIDERACIONES ACERCA DE LOS ARTÍCULOS 14 Y 16 DE LA LEY 20.584*
Alejandro Miranda Montecinos
Doctor en Derecho (Universidad de los Andes)
Profesor de Derecho Natural y Filosofía del Derecho
Universidad de los Andes
I. PROLEGÓMENO
La ley de derechos y deberes de los pacientes contiene dos disposiciones que
constituyen una recepción del denominado principio del doble efecto. Este principio fue
desarrollado por autores de la tradición clásica de la ley natural para discernir la licitud de
acciones de doble efecto, es decir, acciones que, junto con producir uno o más efectos
buenos, también producen uno o más efectos malos que no se justificaría procurar
intencionalmente o como objetivo. Las disposiciones en cuestión son los artículos 14 y 16.
El artículo 14, luego de señalar que toda persona tiene derecho a otorgar o denegar su
voluntad para someterse a cualquier procedimiento o tratamiento vinculado a su atención de
salud, añade que «[e]n ningún caso el rechazo a tratamientos podrá tener como objetivo la
aceleración artificial de la muerte, la realización de prácticas eutanásicas o el auxilio al
suicidio». Por su parte, el artículo 16 establece la misma regla para el caso de las personas
en estado de salud terminal. Aunque la ley sólo señala que el rechazo a tratamientos no
podrá tener como objetivo la aceleración de la muerte del enfermo, es manifiesto que la
prohibición recae sobre la eutanasia y el suicidio asistido en general, o sea, también sobre
las acciones positivas que tienen como objetivo la muerte del enfermo.
Estas disposiciones son, pues, un reflejo de la siguiente idea: la muerte de un
enfermo es un efecto que jamás es lícito procurar como fin o como medio (esto es,
intencionalmente o como objetivo), pero es un efecto que puede aceptarse justificadamente
cuando se sigue indirecta o colateralmente de una acción en sí misma lícita y necesaria para
alcanzar un bien de importancia proporcionada. Tal idea es una de las aplicaciones más
conocidas del principio del doble efecto.
Con todo, algunos autores han criticado el uso del principio del doble efecto como
regla para evaluar la licitud de acciones que tienen por finalidad común poner término a los
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sufrimientos de enfermos graves1. En particular, se ha sostenido que la distinción que
subyace al principio del doble efecto —la distinción entre efectos intentados y efectos
colaterales previstos (distinción intentado/colateral)— carece de relevancia moral y debe,
por tanto, ser excluida del ordenamiento jurídico. En este trabajo me propongo defender
dicha distinción para mostrar que el principio del doble efecto constituye una guía sólida
para el razonamiento práctico. Con este fin procederé del siguiente modo: primero,
expondré cómo opera la distinción intentado/colateral y qué situaciones cabe diferenciar
conforme a ella en el ámbito que nos ocupa; segundo, responderé a un argumento de Judith
Thomson contra la relevancia de la distinción intentado/colateral; tercero, desarrollaré el
argumento que permite demostrar que tal distinción sí es moralmente relevante y debe ser
recogida por el Derecho.
II. EL SENTIDO DEL PRINCIPIO DEL DOBLE EFECTO Y LA DISTINCIÓN
INTENTADO/COLATERAL
El principio del doble efecto establece que un efecto malo que sería siempre inmoral
intentar (esto es, procurar como fin o como medio) puede, no obstante, provocarse
justificadamente si sólo se sigue como efecto colateral de una acción en sí misma lícita y
necesaria para conseguir un bien de importancia proporcionada. El ejemplo paradigmático
de este tipo de efectos es la muerte de un ser humano inocente. Quien mata
intencionalmente a un inocente, ya sea a un tercero o a uno mismo, comete necesariamente
«homicidio» o «suicidio», actos siempre malos o injustos, que están, por lo mismo,
absolutamente prohibidos. Por el contrario, quien realiza una acción en sí misma lícita de la
que se sigue como efecto colateral previsto la muerte de un inocente, no siempre comete
homicidio o suicidio: actúa justificadamente si la acción es necesaria para alcanzar un bien
de importancia proporcionada.
Las reglas precedentes también se aplican a la muerte de enfermos graves.
Conforme al principio del doble efecto, la eutanasia y el suicidio médicamente asistido son
actos siempre ilícitos, pues en ambos se intenta la muerte del enfermo como medio para
poner término a sus sufrimientos. En cambio, según el mismo principio, es lícito
suministrar a un enfermo terminal un tratamiento paliativo proporcionado, aun cuando se
prevea que, como efecto colateral, acelerará la muerte. Y es igualmente lícito omitir o
interrumpir la aplicación de medios o tratamientos desproporcionados, aunque se prevea
que de esto se seguirá la muerte del paciente, cuando esa muerte sólo es tolerada como
efecto colateral de un acto en el que se intenta evitar los males o cargas que implica el
tratamiento (v. gr., dolores innecesarios, excesivo pesar psicológico, gastos desmedidos o
uso superfluo de recursos o instalaciones escasos que ya no reportarán beneficio).
Esta aplicación tradicional del principio del doble efecto ha sido recogida por el
Derecho. Ella encuentra su refrendo jurisprudencial en las sentencias de los casos Vacco vs.
Quill, dictada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en 1997, y Rodríguez vs. British
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Columbia, dictada por la Corte Suprema de Canadá en 1993. Además, fue admitida en una
enmienda del año 2003 al Código Penal de Queensland.
Vacco vs. Quill se origina cuando un grupo de médicos y enfermos terminales
demandan al estado de Nueva York bajo el alegato de que su ley penal violaba la
Decimocuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que garantiza a toda
persona la igual protección de las leyes. Los demandantes afirmaban que la ley estatal
establecía una distinción arbitraria al prohibir, por una parte, el suicidio médicamente
asistido, y permitir, por la otra, acciones médicas que producen como efecto previsto la
muerte del paciente: los referidos tratamientos paliativos y el rechazo o interrupción de
tratamientos que permitirían mantener al paciente con vida. Al resolver, la Corte deniega la
petición de los demandantes con el argumento de que la distinción supuesta en la ley no es
arbitraria, sino que, por el contrario, está de acuerdo con los principios jurídicos
fundamentales sobre la causalidad y la intención. Y establece: «El Derecho desde siempre
ha usado la intención o propósito del agente para distinguir entre dos actos que pueden
tener el mismo resultado […]. Dicho de otro modo, el Derecho distingue entre acciones
realizadas “por causa de” (“because of”) un determinado fin y acciones realizadas “a pesar
de” (“in spite of”) sus no intentadas pero previstas consecuencias»2.
En Rodríguez vs. British Columbia, la demandante —que padecía esclerosis lateral
amiotrófica o enfermedad de Lou Gehrig— alegó que la prohibición penal del suicidio
asistido era contraria a diversas disposiciones de la Canadian Charter of Rights and
Freedoms. La Corte, al pronunciarse sobre el mismo argumento invocado por los
impugnantes de la ley penal de Nueva York, resuelve lo siguiente: «… la distinción trazada
aquí se basa en la intención: en el caso del cuidado paliativo la intención es aliviar el dolor,
lo que tiene el efecto de acelerar la muerte, mientras que en el caso del suicidio asistido la
intención es innegablemente causar la muerte. […] las distinciones basadas en la intención
son importantes, y, de hecho, forman las bases de nuestro Derecho Penal»3.
La sección 282A del Queensland Criminal Code Act 1899 señala que una persona
no es criminalmente responsable por proporcionar cuidados paliativos a otra si lo hace con
razonable habilidad y cuidado. Y luego agrega que esto «se aplica incluso si un efecto
incidental de proporcionar el cuidado paliativo es acelerar la muerte de la otra persona».
Pero finalmente añade: «Sin embargo, nada en esta sección autoriza, justifica o excusa (a)
un acto u omisión hecho con la intención de matar a otra persona; o (b) ayudar a otra
persona a matarse a sí misma».
Esta última cita da ocasión para decir que, conforme al principio del doble efecto,
las distinciones acción/omisión y hacer/permitir carecen de relevancia para determinar
especies de acciones. Así, el médico que mata intencionalmente al enfermo para poner fin a
sus sufrimientos comete eutanasia sea que lo mate (i) no dándole el medicamento que
puede y debe darle para mantenerlo con vida o (ii) dándole una sobredosis de ese
medicamento. Por eso, es un error pensar que alguna de esas distinciones deba ser invocada
para justificar la omisión o interrupción de un tratamiento médico desproporcionado. Esta
omisión o interrupción sólo se justifica porque no se efectúa con intención de matar. Así, la
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Ley 20.584 no atribuye, en esta materia, relevancia a la distinción hacer/permitir o
acción/omisión, sino ni más ni menos que a la distinción intentado/colateral, como resulta
claro de sus artículos 14 y 16, que establecen que el rechazo a tratamientos en ningún caso
podrá tener o implicar como objetivo la aceleración artificial de la muerte.
III. RESPUESTA AL ARGUMENTO DE THOMSON
Judith Jarvis Thomson ha propuesto un argumento contra el principio del doble
efecto que vale la pena analizar aquí, pues se refiere precisamente a su aplicación al caso de
la eutanasia y el suicidio asistido.
Según Thomson, el principio del doble efecto conduce a la absurda conclusión de
que no se podría aplicar sedación paliativa terminal a un enfermo grave si el único médico
disponible fuera un partidario de la eutanasia que, por tanto, inyectaría la droga paliativa
con intención de matar. En este caso, piensa ella, el principio del doble efecto obligaría a
buscar un médico que administre la droga con intención de aliviar el dolor; y si ese médico
no se encuentra, habría que dejar que el paciente continúe sufriendo4.
Pero este argumento puede ser fácilmente refutado, pues atribuye al principio del
doble efecto algo que éste no implica. Thomson olvida que el principio del doble efecto no
sólo es compatible con, sino que surge y se inserta armónicamente en, una teoría ética que
reconoce que la justificación moral es más exigente que la justificación jurídica5. El
Derecho, en efecto, versa directamente sobre la justicia o injusticia de los actos externos, y
por eso «sólo atiende a la intención en cuanto se revela o incluye en los actos externos, y la
supone buena o mala conforme a la naturaleza de las acciones»6. Pensemos en una mujer
recién embarazada que se somete a una histerectomía para detener un cáncer cervical. Si la
mujer realmente padecía cáncer y no era posible diferir la operación para después del parto,
entonces, conforme al principio del doble efecto, esta acción está justificada desde el punto
de vista jurídico, pues objetivamente la muerte del feto es sólo un efecto colateral de un
acto terapéutico en sí mismo lícito, necesario y proporcionado. Pero ¿qué pasa si el médico
que practica la operación desea que muera el feto, porque está enamorado de la mujer y no
quiere que tenga hijos de otro hombre? La respuesta es sencilla: aunque este médico tiene
una voluntad desordenada, la acción no deja de estar jurídicamente justificada. Algo
análogo sucede en el caso de un salvavidas que, frente a dos bañistas (A y B) que se
ahogan, opta por salvar a A sabiendo que eso implicará no salvar a B. Si efectivamente era
imposible salvar a los dos bañistas porque se ahogaban al mismo tiempo en sectores de la
playa distantes entre sí, entonces, conforme al principio del doble efecto, esta acción está
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justificada desde el punto de vista jurídico, pues objetivamente el no salvar a B es sólo un
efecto colateral de un acto de rescate en sí mismo lícito, necesario y proporcionado. Pero
¿qué pasa si el salvavidas optó por salvar a A porque sentía odio por B? Nuevamente:
aunque el salvavidas tiene una mala voluntad, la acción no deja de estar jurídicamente
justificada. Pues bien, lo mismo sucede con el caso de Thomson. Es decir, si la sustancia
que se administra al enfermo tiene virtudes paliativas (v. gr., es morfina y no cianuro), si la
dosis que se le aplica es la exigida por la evolución del dolor según su historia clínica y, en
fin, si se cumplen los demás requisitos del caso para que el tratamiento sea necesario y
proporcionado, entonces, conforme al principio del doble efecto, esta acción está justificada
desde el punto de vista jurídico, pues objetivamente la aceleración de la muerte será sólo un
efecto colateral de un tratamiento paliativo lícito. El médico que se complace en la muerte
del enfermo, ya sea porque es partidario de la eutanasia o porque lo odiaba, tiene una mala
voluntad, pero actúa justificadamente ante el Derecho, pues de internis non iudicat praetor.
IV. LA RELEVANCIA MORAL DE LA DISTINCIÓN INTENTADO/COLATERAL
El principio del doble efecto comprende una faz prohibitiva y una faz permisiva. En
efecto, él supone dos tesis morales: (i) que existen ciertos efectos malos que siempre está
prohibido intentar (i. e., procurar como fin o como medio) y (ii) que está permitido
provocar esos mismos efectos malos si ellos se siguen como efecto colateral de una acción
en sí misma lícita y necesaria para alcanzar un bien de importancia proporcionada. A
continuación defenderé las dos vertientes del principio del doble efecto tomando como
modelo el caso del homicidio. Lo que diga de él puede extenderse a la eutanasia (que es una
forma de homicidio) y, mutatis mutandis, al suicidio asistido.
1. Justificación de la faz prohibitiva del principio del doble efecto
La idea de que el homicidio, como acto siempre injusto, consiste en matar
intencionalmente a un ser humano inocente —esto es, en procurar matar a un ser humano
inocente ya sea como fin de la acción o como medio para conseguir otro fin— contiene
elementos que están fuera de controversia. Así, todos consideran que es injusto proponerse
matar a un inocente como fin del acto, o sea, por pura malicia o gozo en el mal ajeno. Del
mismo modo, todos aceptan que es injusto matar a un inocente como medio para un mal
fin, como cuando alguien mata a un hombre para robarle. En lo que no todos convienen es
en que sea siempre injusto matar a un inocente como medio para un buen fin. Algunos
piensan, por ejemplo, que es lícito matar a uno como medio para que un terrorista se
abstenga de matar a diez, o que es lícito matar al no nacido como medio para salvar a la
madre, o, en fin, que es lícito matar a un moribundo como medio para que deje de sufrir.
Otros adoptan una versión más moderada de esta tesis, y afirman que es lícito matar a un
inocente para salvar a otro cuando de lo contrario morirán los dos. Por ejemplo, dicen que
es lícito matar al no nacido para salvar a la madre cuando, si no se actúa así, morirán la
madre y el feto; o que es lícito matar a un inocente cuando un terrorista nos amenaza con
que, de otro modo, él mismo matará a ese inocente y a diez más.
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La tesis de que es lícito matar a un inocente como medio para un buen fin es
característica de las éticas consecuencialistas. Mas hay buenas razones para rechazar este
tipo de doctrinas. En particular, ellas constituyen una negación práctica de la dignidad de la
persona humana, pues esta dignidad exige que nunca se trate a un ser humano como si fuera
un mero medio, instrumento o cosa7. Para las teorías consecuencialistas, en cambio, no hay
formas de tratar a un ser humano respecto de las cuales se pueda decir que, cualesquiera
que sean las consecuencias, nadie debe ser jamás tratado de esa forma8. En términos
jurídicos, esto significa que las teorías consecuencialistas implican la abolición de los
derechos humanos inviolables (que garantizan la referida dignidad). Como dice John
Finnis: «El principio de que el mal no puede ser hecho por el bien […] es el fundamento de
los derechos humanos verdaderamente inviolables (absolutos) y es la columna vertebral de
los sistemas jurídicos decentes. Pues un sistema jurídico decente excluye
incondicionalmente la occisión o el daño de personas inocentes como medio para cualquier
fin, ya sea público o privado»9. En suma, el consecuencialismo acaba por reducir al hombre
a la condición de un mero instrumento y se erige como una teoría moral para la que todo
puede estar permitido. Las prohibiciones morales absolutas de la tradición del principio del
doble efecto constituyen, por el contrario, una defensa de la dignidad de la persona, en la
medida en que fijan los límites de la conducta humana10, límites cuya transgresión degrada
al hombre.
2. Justificación de la faz permisiva del principio del doble efecto
Frecuentemente se pasa por alto que el principio del doble efecto no sólo debe
defenderse de un consecuencialismo que suprime la dignidad de la persona. En el otro
extremo, existe una teoría que rechaza lo que hemos denominado faz permisiva del
principio del doble efecto. Si continuamos con nuestro ejemplo del homicidio, esta teoría
vendría a decir que se viola la dignidad humana —esto es, se comete homicidio como acto
siempre injusto— no sólo cuando (i) la muerte del inocente es un efecto intentado por el
agente, sino también cuando (ii) esa muerte es un efecto colateral previsto de lo que el
agente elige.
Una posición que niegue tanto el consecuencialismo como la faz permisiva del
principio del doble efecto sólo podría decir que el homicidio, como acto siempre prohibido,
consiste en (a) realizar una acción positiva de la que se sigue previsiblemente la muerte de
un ser humano inocente, o en (b) optar por un curso de acción (acción positiva u omisión)
del que se sigue previsiblemente la muerte de un ser humano inocente.
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Sin embargo, una norma absoluta que prohíba (b) debe descartarse, pues es
imposible de cumplir. Así, un médico que sólo puede salvar la vida de la madre con una
acción de la que se sigue la muerte del feto, y viceversa, sería necesariamente culpable de
homicidio, lo que es absurdo. Una prohibición absoluta de (a) no produce tal incoherencia,
ya que siempre puede cumplirse mediante la omisión. Con todo, cabe objetar que la
distinción acción/omisión sólo implica diferencias en el orden de la causalidad física, por lo
que no hay razones para sostener que un agente, obligado prima facie a evitar dos efectos
colaterales malos, esté siempre más obligado a evitar el que resulta de su acción que el que
resulta de su omisión, cuando la acción con la que impide uno es la causa del otro. Todo
dependerá, aquí, de la razón proporcionada para actuar11. En cambio, la distinción
intentado/colateral implica diferencias en la voluntariedad, que es de donde fluye la
moralidad de los actos humanos, pues los actos se consideran humanos o morales en la
medida en que son voluntarios. De ahí, pues, que sea ésta la distinción moralmente
relevante para fijar el alcance de una norma moral o jurídica absoluta como la que prohíbe
el homicidio.
De paso, el principio del doble efecto evita el rigorismo que supondría limitar la
prohibición absoluta del homicidio en función de la distinción acción/omisión. Este
rigorismo impediría efectuar tratamientos paliativos a enfermos terminales, pues exigiría al
agente abstenerse de actuar, sin importar cuál sea el bien del que se verá privado, cada vez
que prevea que de su acción se seguirá la muerte de un inocente, incluso como efecto
colateral.
V. CONCLUSIONES
En este trabajo se ofrecen argumentos filosóficos para demostrar la relevancia moral
de la distinción entre efectos intentados (procurados como fin o como medio) y efectos
colaterales previstos. En síntesis, se muestra que el principio del doble efecto constituye
una suerte de áurea medianía —un justo medio— entre un consecuencialismo que acaba
por negar la dignidad de la persona y un causalismo fisicalista que atribuye una relevancia
infundada a los vínculos causales de orden físico en desmedro de las disposiciones
volitivas. Todo esto permite concluir que el principio del doble efecto puede usarse como
un criterio válido para distinguir entre verdaderas situaciones de eutanasia o suicidio
asistido (donde se mata como medio para un fin) y otras acciones que pueden parecérseles
en su estructura física pero difieren de ellas desde el punto de vista moral y jurídico.
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