Un doble homicida entre nosotros - 8 de Agosto de 2016 - El Mercurio - Noticias - VLEX 646592617

Un doble homicida entre nosotros

Han pasado casi dos meses desde esa noche. Ahora Bustamante traga un poco de jugo al interior de una fuente de soda en el centro de Villa Alemana. Su cuerpo es pequeño y grueso: un bloque de fibra y piel rosada, tapado por una chaqueta café, pantalones y pantuflas que simulan ser mocasines. Su rostro es otro bloque de piel afeitada, y ojos y labios caídos que le dan una expresión de angustia permanente. Con voz fatigosa, recuerda cómo siguió esa noche:

-Salí y caminé hasta el plan -dice-. Me acerqué a un colectivero. Tuve la suerte de que también había estado preso y solo me pidió la plata para la bencina y me fue a dejar a la casa. En el camino encontré todo extrañísimo. El paisaje era totalmente desconocido. Edificios, poblaciones nuevas. Cuando llegué todos me abrazaron. Esa noche dormí entre comillas, porque me levantaba a cada rato, salía a la calle y miraba al bajo. Se veía tan linda la noche.

Al otro día, junto a su hermana, mamá y sobrinos, Bustamante compartió un asado para celebrar su libertad. No hubo más familiares, y ningún vecino se acercó a saludarlo. Los primeros días, dice, casi no vio la calle. Cuando finalmente lo hizo, prefirió transitar por la quebrada al final del camino para salir por una avenida paralela y no impactar a los vecinos con su presencia.

Pero ahora lo hace como antes, sin saber que cada vez que sale, las ventanas de las casas del barrio donde creció se convierten en cámaras de seguridad: organizados desde que se enteraron de su libertad condicional, los vecinos de calle Covadonga, en el sector de Peñablanca, en Villa Alemana, se comunican a través de un grupo de WhatsApp para informarse de los movimientos de Bustamante. No le hablan, nadie lo saluda. Pero lo observan. Sigilosos, siguen sus pasos con la mirada, compartiendo los horarios a los que sale y regresa. Saben, por ejemplo, que hace un par de días salió cerca de las 10 de la mañana luego de varios en los que no asomó la nariz. Saben que regresó a las 12:30, con una escoba nueva y una bolsa de mercadería.

-No he recibido nunca un insulto. Miradas esquivas, sí, pero insultos no.

Después de un último trago de jugo, dice:

-He tenido suerte.

Entre 1992 y 2016, Hugo Bustamante Pérez ha sido entrevistado al menos cinco veces por psiquiatras y psicólogos para delinear, en lo posible, su personalidad y establecer una cronología lógica de su vida. De sus versiones en esos documentos, muchas veces contradictorias, otras imposibles de comprobar, se puede inferir primero que nació en Quilpué el 28 de marzo de 1965, tercero de cuatro hermanos, de una relación legal. Su padre era electricista, su madre asesora el hogar. En su casa había problemas repetidos de violencia intrafamiliar. Bustamante, según el informe que se consulte, reparte las culpas: en algunos acusa a su papá de ser un hombre extremadamente celoso y violento, mientras en otros apunta a su mamá como una mujer más preocupada de ir a fiestas que de cuidarlo a él y a sus hermanos. Tras los episodios más violentos solía irse a la casa de sus abuelos maternos, quienes lo criaron en buenos pasajes de su niñez. Bustamante opta por la siguiente imagen poética para explicarlo: se sentía un volantín a la deriva, que según las tempestades, aterrizaba en una u otra parte. Se define como alumno ejemplar, lo que contrasta con sus datos de escolaridad: repitió primero séptimo, luego octavo y finalmente desertó en primero medio. Según su propio relato, trabajaba desde los nueve años como ayudante de un tío en el comercio callejero. Con lo que ganaba ahí se arrendó una pieza donde una señora, luego que, tras una discusión con su padre, dejara la casa. Se hizo un hombre muy temprano. A los 15 se fue a Mendoza siguiendo a un compañero argentino de una clase de kárate, que lo invitó a pasar unos meses allá. Dice haber viajado tras eso, en lo sucesivo, a Brasil, Bolivia, Perú y España. Es vago detallando las razones de esos viajes. En una entrevista lo explica así: "Siempre he buscado sensaciones nuevas, respuestas a las sensaciones de vacío". A la psicóloga que elaboró el informe le pareció relevante: lo escribió con letras negras.

Bustamante reconoce consumo de drogas desde los 13 años. Comenzó con marihuana y hachís. Aprendió a preparar opio, se lo inyectó por un año. Ha consumido morfina y anfetaminas, pero, a confesión propia, la única que lo ha llenado realmente es la cocaína.

Tras regresar de su último viaje, con 18 años, sin cuarto medio, se dedicó a la reducción de especies. Confesó haber traficado drogas. Ya para los 20 se asoció con una amiga en el negocio de los "achaques", figura de moda en los 80. Bustamante relata que se subía a buses, se ganaba la confianza de su compañero de asiento, le ofrecía bebidas con somníferos y le robaba mientras dormía, para bajarse del bus, unos pocos kilómetros más allá. También lo hacía en playas. Con ese dinero instaló un club de pesas. Tuvo una afición real por el físicoculturismo, idea que le nació viendo películas sobre el imperio romano. Después dice haber administrado un club nocturno.

El 27 de mayo de 1987 cayó detenido por hurto, con 22 años, pero no se presentó a cumplir sentencia. Fue apresado dos años después por robo con fuerza. Fue sentenciado en total a diez años por nueve robos en lugar habitado, cuatro hurtos y cinco robos con fuerza. Bustamante se había casado pocos meses antes. Según él, y tras varias convivencias truncas con mujeres, lo hizo ebrio: se pasó directo de la despedida de soltero al Registro Civil. Al momento de entrar a la cárcel, su esposa estaba embarazada.

Adentro lo pasó mal, básicamente por su dependencia a la drogas. Iba a continuos controles en el hospital Salvador de Valparaíso. Lo conducían con doble grillete, pues se había tratado de escapar en un traslado, según consta en los registro. En 1992 fue internado en el Hospital de Putaendo, para tratar su ansiedad. Lo dieron de alta a los 25 días. Al sexto año de condena recibió un beneficio para salir en libertad. Lo quebrantó a los ochos meses. Cumplió el total de su condena en 1999. Afuera trabajó pintando y desabollando autos. Juntó plata y puso un pequeño almacén.

Empezó a interesarle el yoga, la vida espiritual. Una tarde fue a una charla de psicofísica cristiana basada en el método de la venezolana Conny Méndez, al frente del hospital de Quilpué. Estaba emparejado y pese a que no era su tipo, la notó de todas formas. Era Verónica Vásquez.

Un vecino de la calle Covadonga, de 56 años, recuerda el día que se topó con Bustamante. Fue justo dos días después de su liberación. Lo vio venir caminando, con dirección a su casa, temprano por la mañana. Aturdido, solo atinó a darle un golpe a su hermano, que lo acompañaba.

-Le pegué y le dije: !oye, ese es el Hugo¡ No lo podíamos creer.

Fueron los primeros en verlo de regreso, y la noticia se diseminó a los pocos minutos por el barrio, de casas antiguas y con antejardines, que colapsan al final de una loma. Fue una bomba de tiempo, salvo al interior de la pieza de Bustamante -un cuadrado de vulcanita frío y oscuro, repleto de adornos, peluches y figuritas religiosas-, anexa a la casa donde vive su madre y su hermana. Todos en el barrio lo sabían, menos él: la junta de vecinos organizaría una reunión.

-Desde que él regresó, el barrio cambió. Usted viene en la mañana, en la tarde, y ya no hay niños en la calle -dice Ana María, pequeña, morena, podando con una tijera...

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