Ahogado en la marea roja - 21 de Junio de 2014 - El Mercurio - Noticias - VLEX 515829590

Ahogado en la marea roja

En Copacabana vi cómo comenzó a llegar la Marea Roja, vi cómo les ganó terreno a los argentinos, que hasta poco antes eran mayoría, vi cómo muchos llegaron con sus mochilas y bolsos para quedarse en la playa, vi cómo estacionaron sus autos y remolques cerca de la costanera, vi cómo cambiaron la atmósfera festiva por un ambiente, a ratos, de guerra, vi cómo marcaron presencia rápidamente, vi cómo se tomaron los kioscos de la playa que venden caipiriña, vi cómo colgaron sus banderas en todos los lugares posibles, y escuché cómo gritaron, escuché mil veces el oleeee, olé, olé, mil veces el atención barra, mil veces el chichichi lelele, mil veces el himno nacional, mil veces el vamos chileno de corazón, mil veces el porompompóm y mil veces el que no salta es español. A ellos, al núcleo más duro de la Marea Roja, me incorporé como uno más, pese a que nunca he sido parte de esa masa y a que siempre la he visto desde lejos, con sus consignas, sus poleras, sus banderas, sus tambores, sus disfraces y su historial de celebraciones cargado de peleas y desgracias.

Me infiltré al grupo más numeroso y ruidoso y exageradamente feliz, frente al Copacabana Palace, uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Allí fue donde se instalaron durante dos días y dos noches completas, y donde salté como un enajenado, entoné que Chile va a ser campeón y que esta noche tenemos que ganar, acepté piscola gratis, aplaudí cada vez que alguien pasaba tocando la bocina, me reí de los mismos chistes fomes varias veces y seguí todos los ritos, en especial cantar con voz gutural, sentarse en la vereda y molestar a los hinchas de otras selecciones, hasta que me cansé.

Allí conocí a Luis Cárdenas, 33 años, dueño del restaurante La Casona de Pomaire. Fue de los primeros en llegar a Río, el domingo 15, de madrugada. No vino solo. Viajó junto a cinco amigos remolcando un carro de completos que refaccionó como casa rodante.

-Ahí está -me mostró, indicando el otro lado de la calle.

Estacionado en República do Perú con avenida Atlántica, era una rareza al lado de las imponentes casas rodantes de los argentinos, verdaderas micros pintadas de celeste y blanco y cubiertas con imágenes de Messi.

Cárdenas, vestido con la camiseta que usa Arturo Vidal en la Juventus, me invitó a pasar. Adentro, apretujados, estaban Cristián Huerta, 33 años, comerciante; Aldo Lazo, 30 años, empresario de la locomoción colectiva; Francisco Guerrero, 27, operador de la planta El Paico, de Ariztía; Juan Pérez, 25, mecánico; y Carlos Peñailillo, 29, vendedor, que en ese momento tomaba algo de aire en la calle.

Acababan de almorzar tallarines con salsa y cada uno tenía una tarea específica, desde la limpieza hasta la preparación de la comida.

Adentro había cuatro camarotes -dos tenían que dormir en la camioneta-, un televisor de 32 pulgadas, sillas, una cocinilla, un playstation y un generador eléctrico. No solo cocinaban su propia comida, sino que se bañaban en las bencineras y hacían llamadas a Chile desde teléfonos públicos.

Les pregunté si valía la pena pasar por todo esto, tantas incomodidades, tantas carencias, tanto cansancio, por venir a ver un partido de la selección -Obvio que sí- me respondieron entre varios, y hablaron de otras cosas que no anoté, pero que recuerdo, porque ya las había escuchado antes y las volví a escuchar después: pasión por el fútbol, amor a la camiseta, orgullo de ser chilenos y tener el corazón rojo.

-Yo compré este carro, estaba abandonado hace años -me contó luego Cárdenas, mientras Lazo y Guerrero jugaban Fifa en el playstation.

Partieron el martes 10 de junio a las 3 de la tarde. Pasaron por Mendoza, Córdoba, Paraná, Porto Alegre, Curitiva y Sao Paulo, antes de llegar a Río cinco días más tarde. La ruta -agregó Cristián Huerta- fue tranquila, excepto por el tramo en Argentina, donde, según dijo, tuvieron que "coimear" a la policía para evitar una multa y pagar un sobreprecio en los peajes para que los dejaran pasar sin problemas.

-Ni el paisaje me gustó -reclamaba Huerta.

La gente que pasaba, se quedaba viendo un buen rato el remolque. Pintado de blanco, azul y rojo, y con varias frases de apoyo a la selección, por un lado se veía un aviso de La Casona de Pomaire y por el otro una gigantografía de Eduardo Vargas.

Gastaron, en total, siete millones y medio de pesos, calculaba Cárdenas, entre la refacción del carro, los gastos del viaje y la estadía.

-Echo de menos a mi hijo, a mi señora y a mis...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR